POZO EL SEDO, 1810

 

 -Por ahí se dice que en Las Fuentes de Crémenes ha aparecido el anillo de uno de los franceses que tirasteis al Pozo el Sedo.- me dice Don Vicente, el cura, aunque para mí siguiese siendo Vicentón Reyero, el último compañero vivo de aquel viejo banco pegado al muro de la Cátedra de Latines de Lois donde dejamos grabados a navaja nuestros nombres.

La sorpresa que me producen sus inesperadas palabras sobre aquellos lejanos hechos que compartimos, aunque de muy distinta manera, hace muchos años y sobre los que nunca hemos hablado, porque todo está dicho y sobreentendido, hace que le mire buscando en su mirada o en algún gesto de la cara  una explicación que amplíe el escueto pero inabarcable significado de su frase. Sin embargo, continúa  jugando con las brasas distraídamente como si me estuviese hablando del frío que empieza a hacer en las tardes de este mes de septiembre.

-Imposible- le contesto- Aquellos iban "limpios" del todo.

Un denso silencio parece posarse sobre nosotros mientras el pensamiento vuela en un instante, muchos años atrás en el tiempo, hasta las interminables horas previas al amanecer de un día  de finales del mes de marzo de 1810.

 Los recuerdos surgen de forma espontánea con tanta fuerza e intensidad que vuelvo a ver, vuelvo a sentir y vuelvo a revivir, con la memoria impregnada de nostalgia, aquellas correrías como si volviese a tener veinte años. Por un momento la sangre parece volver a correr con brío por mis venas y parece volver a calentar este cuerpo siempre sediento del calor del sol o de la lumbre.

De cuando en cuando, la memoria me juega una mala pasada, y, deja escapar recuerdos que parecen tener vida propia, como fantasmas del ayer que se niegan a desaparecer mientras exista alguien que los guarde, aunque sea en lo más profundo de la memoria.

 El primer recuerdo siempre es para el soldado francés moreno, ancho de espaldas y más bien bajo con grandes manos de labrador. Aquel  francés, podría pasar por uno de nosotros a pesar de los enormes mostachos que todos los franceses se dejaban.

No matal! ¡No matal! ¡Que ha septe picolinos!

Era el último que nos quedaba por tirar y el muy condenado no callaba. Seguía retorciéndose en el suelo con las manos atadas a la espalda. Una gruesa soga negra de crin de caballo se le clavaba en las costillas y de  la piel desollada de las muñecas  escurría un hilo de sangre hasta formar una mancha roja en  la vieja y sucia camisola blanca que le cubría. Era lo único que le habíamos dejado después de quitarle todo lo que llevaba encima.

No paraba de llorar, y de suplicarnos, mientras intentaba ponerse de rodillas y se arrastraba por el suelo besándonos los pies desesperadamente.

No matal! ¡No matal! ¡Que ha septe picolinos!

Pero ninguno de los que allí estábamos le prestaba  la menor atención ni parecía oírle.

 Los otros dos habían desaparecido por el negro hueco sin tanto alboroto. A decir verdad había sido de lo más sencillo.

El primero, creo, que ni se enteró de lo que le esperaba. Cuando, al oscurecer, sorprendimos a la media docena de confiados soldados franceses, alguien le abrió la cabeza de un trancazo que lo dejó tendido en el suelo con la sangre brotando por la nariz y los oídos. Todos le dimos por muerto y fue de los primeros que desvalijamos aunque las botas estaban viejas y gastadas. Al rato se incorporó medio desnudo,  llevándose las manos a la cabeza. Sin mirarnos siquiera se volvió a tumbar de lado hecho un ovillo, con las rodillas encogidas sobre el vientre. Y allí lo dejamos porque nadie quiso rematarlo.

Cuando llegó el carro lo tiramos como un fardo sobre los otros y aunque abrió los ojos y nos miró no emitió sonido alguno. Lo mismo ocurrió cuando llegamos al pozo el Sedo. Lo descargamos a la misma boca del grajero. Mientras nos miraba con unos ojos que parecían ver a través de nosotros como si fuésemos humo, le dimos un empujón con el pie. Rodó un par de cuartas sobre su costado y desapareció en la oscuridad de la tierra sin una palabra ni un gemido. Ni cuando le empujamos, ni cuando caía y se golpeó con el saliente que hay a media caída, ni cuando llegó al fondo. Únicamente un lejano, sordo y amortiguado “ploff”  llegó desde las profundidades del grajero.

El otro francés que quedaba con vida también nos puso las cosas fáciles. Cuando le bajamos del carro se debió pensar que íbamos a fusilarlo y el mismo se plantó delante de nosotros como esperando a que acabásemos cuanto antes. Pero los pocos fusiles que teníamos  estaban tan escasos de pólvora que a nadie se le ocurriría desperdiciar así una bala. Lo único que nos quedaba eran los chuzos y picas de hierro viejo que usábamos para dar caza a las alimañas, las viejas y herrumbrosas alabardas de la Santa Hermandad y algunos sables y espadones que habían ido apareciendo quién sabe de dónde.

Allí estaba plantado frente a nosotros, mirándonos como queriendo desafiarnos, y nosotros sin saber que hacer hasta que uno de los que habían estado voluntarios en la partida del “señorito” Juan Díaz Porlier, que estaba a sus espaldas, le asestó un tremendo mandoble con uno de los sables curvos de la caballería francesa que tanto miedo nos infundía. Cayó sobre sus rodillas y así se mantuvo unos instantes hasta que finalmente se inclinó hacia atrás quedando con la espalda apoyada en el suelo, la cara mirando al cielo que amanecía y las piernas dobladas en una extraña contorsión que le arqueaba el cuerpo. Lo agarraron uno por cada brazo arrastrándolo hasta la boca del grajero,  por donde desapareció, dejando tras de sí un reguero de sangre.

Aunque nadie dijera nada, todos reconocimos que supo morir como un valiente. No como este otro  gabacho que no callaba, y seguía suplicándonos incansable, como si aún creyese que podía haber un mínimo de piedad bajo la capa del cielo. Si aún existía un ápice de misericordia en la faz de la Tierra, desde luego no estaba en la Collada de la Trébede aquella noche.

-          ¡No matal! ¡No matal! ¡Que ha septe picolinos!

Volví a mirar al  francés. Así, medio desnudo, no parecía peligroso. Incluso, en otras circunstancias, podría dar la misma pena que se siente por uno de los pobres que te encuentras en los caminos o por un apestado del que evitas todo contacto. Pero su destino estaba escrito y nada, ni nadie, podría cambiarlo, porque al igual que lobos cuando prueban la sangre, nosotros no teníamos control sobre nuestros instintos y  teníamos la sagrada misión de luchar hasta exhalar nuestro último aliento por Dios, la Patria, y el Rey para aniquilar hasta el último de los apóstatas invasores que pisaban el Viejo Reino.

Recuerdo que yo estaba apoyado en la rueda del carro mirando la escena que tenía lugar a mi lado sin emoción ni sentimiento alguno. Levanté la vista para ver que la claridad, a través de las altas nubes, ya permitía distinguir el blanco de los manchones de nieve que quedaba en los picos de Las Pintas y que se mantenía desde la nevada que cayó para la fiesta de Las Candelas. Tendríamos un buen día. La primavera se estaba acercando, pero daba igual. Nadie se preocupaba por abonar, ni arar, ni limpiar, ni sembrar porque no merecía la pena hacerlo mientras estuviesen los franceses. Los campos estaban medio abandonados y vivíamos con miedo de perder lo poco que teníamos. Hacía ya un año,  en la primavera anterior, que había comenzado toda esta locura que nos arrastraba, muy a nuestro pesar, como una brizna de hierba en una de las crecidas invernales del Río Dueñas.

Primero volvieron, en los calurosos días de finales del mes de julio, los derrotados en Medina de Rioseco.  Con ellos venía lo que quedaba del Batallón Provincial que no pudo escapar hacia el Bierzo y muchos menos voluntarios de la Montaña  de los que habían partido hacía  semanas para cubrir las bajas de los asturianos que se habían negado a bajar desde los puertos de montaña hacia los valles de León y los páramos de Castilla. Entre los que quedaron aquel verano en Astorga, Benavente o Medina de Rioseco estaba el propio Don Vicente, Vicentón Reyero, el actual párroco de Lois, el pueblo que le vió nacer. Pero aún tuvo suerte porque pudo volver a su casa tras atravesar toda Europa durante años, primero como prisionero hasta Hamburgo y luego como soldado-esclavo bajo las águilas de Napoleón hasta llegar a rezar en la basílica de San Basilio de Moscú y ver tanta sangre “que no cabría en el Dueñas”, según dijo la única vez que le oí hablar de ello.

A finales del verano vimos las primeras patrullas de caballería francesa. Durante varios meses vimos las idas y venidas de unos y otros hasta que a finales del invierno de 1809 comenzó a llegar la larga hilera de un ejército que había derrotado a todos los ejércitos de Europa.

Los vimos llegar desde la lejanía, como una marea de uniformes azules, águilas doradas y grandes banderas imperiales desplegadas al viento. Procuramos mantener la máxima distancia posible entre ellos y nosotros. Una columna subió por el camino del Esla y otra llegó desde el Pando de Salio ocupando entre ambas la gran vega que va de Riaño a Pedrosa. Por la noche se veían  los fuegos del campamento que parecían tantos como estrellas en el cielo del invierno que no terminaba de marcharse.

Con su llegada de todos los pueblos comenzaron a salir cientos de raciones de comida para los soldados y carradas de hierba para sus caballos y animales de carga que nos arrancaban por las buenas y casi siempre por las malas de nuestra boca y de nuestras tenadas. Robaban todo lo que tuviera un mínimo de valor y no se hubiese escondido suficientemente. Profanaron las iglesias que convirtieron en cuarteles para los soldados y cuadras para los caballos haciendo fuego con los retablos  sin respetar las tallas de los santos. Fusilaron a curas, alcaldes y quienquiera que les pareciese sospechoso. Finalmente desaparecieron como habían llegado prendiendo fuego a pueblos enteros a su paso pero dejando suficientes soldados acantonados en cada concejo como para asegurarse el pago de los 15.000 reales de vellón que mensualmente debía entregar la Merindad y que estaba condenándolos a todos al hambre y  a la miseria.

Pero en los últimos tiempos las cosas estaban cambiando y la prueba la teníamos allí delante de nosotros y en el fondo de aquel grajero. Aunque aún les temíamos tanto como a los demonios del infierno, sabíamos que podíamos esperar agazapados el momento de saltar sobre ellos y aniquilarlos cuando menos se lo esperasen. Como habíamos hecho en esta ocasión y volveríamos a hacer cada vez que tuviésemos ocasión.

A mi lado, junto al carro, recibiendo las primeras luces del día en la Collada La Trébede, mirando la escena con la misma apatía con que yo la miraba, estaba Juan Francisco, el de Valbuena, sujetando una gruesa caña de negrillo en cuyo extremo había encajado una bayoneta de tres acanaladuras que medía más de media vara de largo y reflejaba fríamente en su afilada punta los primeros rayos de sol.

Cogí la gruesa vara de la bayoneta con las dos manos y atravesé al francés de parte a parte con tanta fuerza que sentí cómo se quebraban las costillas y la punta de hierro arañaba las piedras calizas del suelo. Otra lanza y un chuzo lobero acompañaron a la bayoneta abriendo enormes boquetes en el pecho del gabacho por donde la vida se escapaba a borbotones. Cogiéndolo por las piernas que aún se movían lo hicimos  desaparecer por la boca del Pozo el Sedo antes de volvernos despreocupados y satisfechos cada uno a  su casa.

Aún conservo aquella bayoneta, tan afilada y brillante como aquel día, dispuesta para defender a los míos, mi casa y mi tierra porque Dios, la Patria y el Rey quedan tan lejos que no parecen acordarse de nosotros, los pobres, que tanto sufrimos  y tanto hicimos sufrir en su nombre.

C.D.Oteruelo

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