G A F U R A S
Nunca he sentido miedo y a los hechos, que todos conocéis, me remito.
He recorrido estas montañas en todas las direcciones posibles y en todas las condiciones imaginables. Unas veces con un calor tal que parecía que las piedras flotaran sobre el aire tembloroso. Otras, caminando sobre tal capa de nieve que andaba con los barajones sobre los piornales más espesos y cerrados con unos trabes tan escondidos y traidores que parecía me tragase la tierra y se cerrara sobre uno sepultándome hasta los mismísimos infiernos helados. Si hubiese estado solo en alguna de esas ocasiones habría quedado, durmiendo para siempre, en el dulce abrazo de la nieve.
En todas esas idas y venidas de nada he tenido, nunca, miedo. Ni sentí miedo de las fuerzas de la madre Naturaleza cuando me zarandeaba como una brizna de hierba en el vendaval, los relámpagos iluminaban la noche como un mediodía, o me cegaba con la más cruel cellisca . Ni sentí miedo de los vivos aunque no llevase mi vieja Sarasqueta de pistón, pero infalible a cincuenta metros. Ni sentí miedo de los muertos que bastante tienen con lo suyo. Como cuando, en los años negros del hambre, andábamos de furtivos por el monte de Pardomino, y para poner tierra de por medio con la contrapartida del tenientillo de La Vega y su rastro de palizas inmisericordes, tuve que cruzar por la Collada de Los Muertos y sentí entre las carcojas el herrumbroso entrechocar de las armaduras oxidadas de los guerreros de rivales condes cristianos, que según siempre oí contar, allí están penando por no respetar la tregua sagrada de la Semana Santa . O como cruzando la collada de Viego, cerca de la fuente Las Brujas, donde años después abrieron mina de carbón, oí ahullar al lobo sobre Peña La Vela y algo, dentro de mí, hizo que respondiese , el cuello tenso y los ojos llenos de una enorme luna de invierno despuntando, tan cercana, tras el Espigüete, con un ahullido idéntico, que en oyéndolo repetir por el eco hizo que echase a correr hasta encerrarme, con los pelos de punta, en el chozo de Venticueva, hasta clarear el día, no para protegerme de lo que estaba fuera, sino de lo que llevaba dentro y acababa de descubrir.
Ni vivos ni muertos me dieron miedo y a estas alturas de la vida creía que ya sólo me quedaba el temor de Dios. Sin embargo, no hace mucho he sentido flaquear las piernas, entrechocar los menguados dientes y contraerse en un ácido nudo el estómago.
Eso fue lo que me ocurrió en el Camino de los Ríos, la tarde más soleada y luminosa de esta primavera, cuando presentí la presencia de alguna gafura acechando quién sabe qué y desde dónde. De resultas del encuentro la tarde se torno la más lúgubre y tenebrosa de cuantas he pasado. Y … ¡ he pasado unas cuantas!
Antes prefiero volver a encontrarme al oso herido, una docena de lobos con el hambre de febrero , al cuélebre de dos cabezas o a la Santa Compaña de las ánimas del purgatorio que no una de esas gafuras que acechan desde los sitios más inverosímiles. Entre las ulagas o bajo una escoba lluviega, desde el fondo de las cuevas, en los covachones o desde cualquier resquiebra de las peñas. Tras las ventanas de las casas que parecen cerradas, desde los mechinales de los paredones o entre los muros caídos de los casarones. Tras la vuelta de cualquier camino o entre las altas hierbas de las praderas.
Nos decían en la Cátedra de Lois que la Esfinge de Tebas devoraba a quienes se presentaban ante ella o que Medusa, con su cabeza coronada de serpientes, convertía en piedra a cuantos osaban mirarla. Sin embargo nada estaba escrito sobre las terribles y mortales gafuras que merodean los valles, los montes, las peñas y las laderas de nuestra Montaña. Todos sabemos que existen. Nadie vivo la ha visto y el que la ha visto no lo ha podido contar. Solo conocemos sus hechos y el rastro de desesperación que la rodea y delata su presencia.
Contaban los viejos cómo habiendo entrado alguna gafura en tal o cual gallinero chupaba la sangre de conejos y gallinas, y las que se habían salvado ponían huevos güeros y había que matarlas pero su carne no la aprovechaban ni perros, ni zorros, ni buitres ni alimaña alguna. Contaban también que le gustaba mamar las ubres de las vacas y si entraba en la cuadra abortaban las reses, menos los cerdos, que no parecían sentirse afectados por su presencia. Quizá por eso alguno dice que buscan la compañía de los jabalíes para los que llegan a buscar gamones, llapazos, ortigas e incluso achicorias y a los que guían a hacer daño en las praderas, patatales y huertas de los Montañeses.
Todo eso y mucho más me vino a la memoria esa funesta tarde que presentí su terrible presencia. Yo, no la veía, pero, sabía que estaba allí. Sentía su turbia mirada cargada de un odio inexplicable. Retrocedí lentamente, caminando por el centro de la carretera, porraca en mano predispuesto a afrontar mi destino y mirando desesperadamente a mí alrededor con cien ojos a punto de salirse de sus órbitas. Mi boca se secó de golpe, la lengua se convirtió en esparto y el corazón desbocado amenazaba con explotar en mis sienes. Cuando llegué a la revuelta del pozo de los Curas supe que ya estaba a salvo, que me había ocultado de su infernal mirada, pero no perdí un instante y apresuré el paso cuanto pude hasta llegar a la entrada del pueblo con los pulmones abrasados del esfuerzo y, sobre todo, del miedo.
Desde ese día, no he vuelto a aventurarme más allá de las afueras del pueblo y el oscurecer me encuentra siempre encerrado en mi casa con puertas, ventanas y postigos bien trancados desde dentro. Yo sé que alguna gafura merodea estos contornos y no quiero que sobre mí vuelvan a posarse unos ojos que parecen esconder el más profundo de los siete círculos de los infiernos de Lucifer.
C.D.Oteruelo
Vocablos autóctonos
- Gafura: Ente maligno de naturaleza desconocida endémimico en la comarca. Algunos ignorantes lo consideran superstición y cuento de viejas
- Barajones: Raquetas de nieve construídas con madera de tejo y tiras de cuero, preferentemente de los lomos de lobo o perro.
- Trabes: Lugares donde se amontona la nieve cubriendo peligrosos grajeros y socavones.
- Grajero: Profundos agujeros que las corrientes subterráneas de agua forman en el suelo.
- Carcoja: Matas de roble.
- Ulaga: Arbusto espinoso.
- Escoba lluviega: arbusto especialmente utilizado para techar chozos.
- Mechinal: Hueco en las paredes para encajar andamiajes.