LA VIEJA DEL MONTE

Hace tiempo que voy por ahí preguntando por ella. Todo el mundo me dice cómo es, qué hace, dónde vive... Pero, hasta el momento, no he conseguido verla. Creo que debe de ser una buena mujer porque cada vez que se la nombro a alguien, todos los que están presentes, antes de contestarme, esbozan una sonrisa y se miran unos a otros como evocando algunos de los momentos vividos con ella. Supongo que ya será muy mayor porque en el pueblo hasta los más veteranos la conocen desde hace muchos años.

         Me cuentan que vive en la Peña La Vieja, aunque eso me tiene un poco desconcertada porque varias veces pasé por allí para tratar de conocerla y no la encontré en su cueva. Pero bueno, supongo que tendrá sus quehaceres, como todo el mundo y quizás no escogí el momento apropiado para visitarla.

         En fin, el caso es que hace un pan riquísimo, con un sabor muy especial. Alguna vez mi abuelo me traía un “rebojín” cuando regresaba a casa al anochecer. La Vieja del Monte se lo daba para mí. Él la conocía bien. Nunca veía a los niños y, sin embargo, conocía a todos los que había en el pueblo. Era un poco extraña, eso sí. Nunca quería bajar al pueblo. Dicen que siempre vivía escondida en su cueva, aunque cuando oía a alguien pasar por allí, salía enseguida a darle la bienvenida y a ofrecerle un bocado. Comentan que su conversación es muy agradable y que es una gran conocedora de la naturaleza. Sabe bien las costumbres de todos los animales del monte: dónde viven, qué comen, cómo se comportan. Dicen que se acercan a ella sin miedo y que es frecuente ver pacer a corzos y rebecos a su lado sin asustarse de su presencia. Además puedes preguntarle sobre árboles, frutos silvestres, flores... que siempre te da una buena respuesta pues nadie conoce el monte como ella. Quizá por eso y porque nadie supo nunca su nombre real, todo el mundo se refiere a ella cariñosamente como “La Vieja del Monte”.

         Creo que le gustan mucho los niños, pero incomprensiblemente, se asusta de ellos. Recuerdo un día que, acompañando al abuelo, llegamos hasta su cueva. Yo quise entrar, pero mi abuelo me lo impidió asegurando que se asustaría mucho si me veía. Así que, resignada, esperé en la entrada hasta que salió con el rebojín. Estaba algo posado, eso sí, pero decía mi abuelo, que era porque la viejecita no amasaba todos los días. Por eso, otras veces, cuando regresaba del campo, no me traía nada porque se le había acabado ya. Yo me llevaba una desilusión tremenda porque, por supuesto, aquel pan no sabía como el que comíamos en casa.

         Dicen los últimos que la han visto que ahora está un poco triste porque tiene muy pocas visitas. Cada vez amasa menos, le sobra mucho pan y no sabe qué hacer con él. Por eso, si alguna vez la veis, no dudéis en acercaros a conversar con ella. Se alegrará mucho y, seguramente, os ofrecerá un buen trozo de pan con chorizo para los niños. Es posible que algunos de nuestros pequeños todavía no lo hayan probado. Y es una lástima porque tiene un sabor delicioso.

María Luisa Liébana Alonso (La Voz de Salamón nº11- 2004)